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Foto: Michael Cooper
Pero la ilusión terminó convirtiéndose en hecho el día del segundo de los tres shows de los Stones en la Plata. En momentos previos al conciertos, mientras me encontraba en el sector VIP del evento, vi cómo esa señora tan parecida a Anita que el día anterior me había llamado la atención saliendo del ascensor del hotel era ni más ni menos la que ahora, a unos cinco metros de distancia, se dirigía a una de las mesas del VIP. Nada iba a tirar por la borda mi escepticismo, para qué negarlo. Más aún, ninguno de los muchos asistentes al recinto parecía haber puesto la mirada en la distinguida dama en cuestión, lo cual mantenía la improbabilidad de la situación: había pasado inadvertida ante los ojos de los demás asistentes, lo cual tampoco hubiera resultado nada improbable. Claro que la señora que se parecía a Anita iba acompañada de mi amigo Adam Cooper, y eso significaba un giro de 180 grados en lo que tozudamente negaba desde el vamos. Para aquellos que no están familiarizados con su nombre, Adam es hijo de Michael Cooper, legendario fotógrafo inglés que retrató como pocos la escena del rock de su país de origen de los 60 y buena parte de los 70 y, entre otras grandes obras, el responsable de las portadas de los célebres álbumes “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y de “Their Satanic Majesties Request”. Nada más y nada menos.

Anita y el autor de esta nota: tiempos de sector VIP en La Plata, antes del más reciente show de los Stones
Adam vive en Buenos Aires desde hace al menos dos décadas (muchos recordarán las varias exhibiciones fotográficas que organizó con buena parte de la obra de su padre), y a quien yo ya había conocido por aquellos tiempos, poco después de su arribo al país. Pero mucho antes de todo eso, cuando todavía era el niño que vivía junto a su padre en el Chelsea londinense de mediados de los 60, Adam, de madre original prácticamente ausente, a través de la amistad y cercanía permanente de papá Michael con los Stones había encontrado en Marianne Faithfull y Anita Pallenberg una suerte de madres sustitutas. Dos, a falta de una. Marianne y Anita lo mimaban, lo invitaban a jugar a sus casas, haciéndolo formar parte de una escena cultural histórica de la cual sólo tomaría conciencia con el correr de los años. Y yo sabía que Adam se mantenía en contacto con ellas, a pesar del paso del tiempo y también de la distancia. Ya no quedaba espacio para dudas: aquella señora que mi amiga había visto en la piscina del hotel, o la tan parecida a Anita que yo había divisado por un microsegundo en el lobby del lugar, era finalmente Anita Pallenberg.
Tuve que tragarme mis palabras, más que nunca ahora que la veía charlando con Adam en medio del alboroto generalizado del VIP, mientras me dirigía sigilosamente hacia ellos con la intención de plasmar algún tipo de recuerdo en mi memoria. Saludé a Adam y me presenté ante Lady Anita; le manifesté mi alegría de verla de visita en el país y, finalmente, le pregunté si podía tomarme una foto con ella, algo que resultaba ir en contra de mi propia ética. Por una serie de motivos, siempre me pareció mal pedir fotos. No sólo porque nunca me pareció correcto invadir el tránsito de nadie, sino más aún porque una foto sin una historia que la produzca es simplemente eso, una imagen capturada por un lente y un botón que la dispara; un momento que carece de naturalidad, forzado y artificial, de tantos de esos que hoy día suelen pulular en las redes sociales, para efímero placer de sus protagonistas de la era del vacío, sin un antes, sin un mientras y sin un después. Tampoco quería que Anita pensara que era simplemente “otro fan” acumulador de fotos, pero al mismo tiempo sabía que la tiranía del tiempo no me iba a permitir declararle mi admiración por su persona (Anita siempre fue uno de mis íconos femeninos favoritos, más allá de mi eterna devoción por las vidas y los tiempos de los Stones, de los que ella es parte fundamental) y que esa posible fotografía, reitero, no iba a ser más que el retrato de un instante de estilo pasajero. Y entonces Anita, la dama, accedió gentilmente, exhibiendo su sonrisa resplandeciente marca registrada a través de los años. Bastó con menos de dos minutos, el tiempo exacto que me indicó que hubiera renunciado a toda fotografía de haber podido ocuparlos para intercambiar unas palabras y así poder sondear su mirada con más detenimiento. Fuera de ahí, fuera del ruido, y en el marco indicado. Más tarde le pediría a mi amiga británica disculpas por mi capacidad de descreimiento ante ciertas aseveraciones…

Anita posando en el Konex (Foto: Adam Cooper)
Dos días más tarde, aquel 12 de febrero de 2016 amaneció con un clima insoportable, siendo el segundo mes del año más caluroso en la historia del distrito, tal como lo confirmaban los meteorólogos. Aún restaba un tercer y último concierto de los Stones en el Estadio Único de La Plata el sábado, pero una vez más, y a pesar de la temperatura sofocante, tuve que volver al Four Seasons para encontrarme con un amigo neozelandés que también vino al país para asistir a los shows. Minutos después de mi llegada al lugar, me topé nuevamente con Adam, tan amable como siempre, que se acercó a saludarme. Le pregunté a qué se debía su visita, y con toda la parsimonia posible me contestó que estaba allí para almorzar con Anita en el restaurante del hotel. No titubeé ni por un instante y le manifesté lo importante que sería para mí poder intercambiar unas palabras con ella, ahora que sí estábamos en el marco adecuado, bien lejos de la agitación de rigor previa a un concierto. “Claro que sí”, me aseguró, “debe estar bajando en el ascensor”. Agregué que todo lo que deseaba (y quien sea que esté leyendo estas líneas, créame que fue meramente así) era quizás acompañarlos hasta la mesa, saludarla nuevamente y despedirme. Remarco una vez más que no me gusta interceptar ninguna situación que no me competa.
Anita apareció en cuestión de instantes, elegantemente vestida, de bohemio estilo, vestido y cartera de leopardo y sombrero beige, apoyándose en un bastón para caminar, tan refinada como siempre, con su enorme sonrisa. Nos saludó, y segundos después nos encaminamos a Nuestro Secreto, el restó al cual se accede directamente desde la entrada de La Mansión. Sabía que el tiempo nuevamente iba a resultar escaso, al menos desde mis posibilidades, pero como fuera, estaba más que conforme con poder acompañarlos hasta el lugar y de paso intercambiar unas palabras. Desde ya, no había manera de que recordara nuestro veloz encuentro anterior, ni tampoco necesidad de refrescarle la memoria. Por eso, cuando finalmente arribamos al lugar del almuerzo, cumpliendo con lo prometido, me despedí. Fue cuando Anita me propuso lo inesperado, invitándome a quedarme a compartir el encuentro junto a ella y Adam. En el lugar justo, en el momento indicado. Y por si aún existía la posibilidad de aceptar la invitación sólo por un motivo de suerte, me regaló otra de sus sonrisas fulgurantes una vez que asentí y me senté junto a ellos para disfrutar de un momento inolvidable. No recuerdo qué pedimos, lo cual resulta raro para alguien tan detallista como yo, pero sí que los tres invitados bebimos agua mineral. Algunos pormenores, aunque mínimos, simplemente se escapan. Es el precio que se paga por poner mucha más atención en lo que una charla relajada con una mujer de personalidad avasallante depara. Es lo menos que puede suceder al comunicarse con alguien que lo vivió (casi) todo, y con la cual prácticamente todo dato histórico de rigor termina resultando secundario ante su enorme cultura y su disponibilidad.

Gerard Malanga, Andy Warhol, Edie Sedgwick, Chuck Wein, Anita Pallenberg y una invitada.
El lector podrá preguntarse cómo es que no abordé ninguno de los temas o hechos relevantes que Anita cosechó a lo largo de su vida. Vaya como respuesta que simplemente por ser datos conocidos, la necesidad de preguntarle por ellos hubiera resultado absolutamente innecesaria. Y que después de todo, aquí no había ninguna entrevista de por medio, ninguna misión periodística ni informativa, sino una charla distendida con toda la informalidad que ameritaba (fue adorable disfrutar de su poderoso sentido del humor a través de las casi 2 horas que duró el almuerzo), y dejar que, sencillamente, fluya. De no haber resultado así seguramente le hubiera preguntado por los días en que fue expulsada de una escuela de pupilos a los 16 años para acabar bandeándose por algunas de las grandes capitales europeas, o su experiencia en New York como parte del grupo selecto que poblaba The Factory bajo la batuta de Andy Warhol. Mucho antes de su ingreso a las filas de los Rolling Stones, Anita ya era una rebelde empedernida, un destino natural rico en virtudes y sensaciones varias (fuera de su asombrosa belleza física, manejaba cinco idiomas) que supo explotar del mismo modo. Es por tal motivo que escucharla hablar resultara tan extremadamente simpático y, fuera del inglés que dominó la charla (caracterizado por un fuerte acento mitad italiano- mitad alemán) cada tanto proponía alguna frase o palabra en otra de las lenguas que dominaba. Nos confesaba su predilección por el clima caluroso, y su huída cada vez que llegaba el frío al lugar que estaba habitando. Es que Anita repartía su tiempo viviendo en al menos cuatro destinos en el mundo, principalmente en la casa propiedad de Keith Richards en Ocho Ríos, Jamaica, donde el clima no le resultaba problema alguno, y escapándose de los otros paraderos también del mismo dueño (la histórica casa de Keith de Redlands en Sussex, Inglaterra, o la de la calle Cheyne Walk en el Chelsea Embankment londinense, o de su Roma natal, de donde recuerdo señaló haber tenido, o seguir teniendo una hermana que vivía allí). Todo entre permanentes bocanadas de humor artificial disparadas por su cigarrillo electrónico.

Anita y Jagger en el rodaje de “Performance” (1968)
Extremadamente bronceada, y con la piel algo arrugada a su edad, a sus 71 años de edad Anita aún mantenía el sex appeal que había sido su sello natural personal. Y si bien ya no contaba con la belleza física que la caracterizó, su peculiar forma de hablar, sumada a sus clásicos modales y su femineidad establecida, continuaban siendo parte de una personalidad atractiva en todo momento, con un halo que estaba a la misma altura. Hay algo suficientemente raro que siempre me sucedió cuando tuve que estar frente a algún personaje histórico que me haya tocado conocer en persona, ya sea en situación de una entrevista o, como fue en este caso, el de un encuentro fortuito, y que es de alguna manera sentir que la persona en cuestión en realidad no se encuentra físicamente allí, tornándose todo el tiempo un collage interminable de imágenes y historias entremezcladas (las mismas que uno siempre contempló, las mismas que terminaron forjando al personaje en cuestión), y alejándose de lo que realmente está pasando en el autentico momento del encuentro. Básicamente me ocurrió con cualquier figura de peso que tuve oportunidad de conocer, y que, así las cosas, no logré separar de la verdadera realidad, con todo lo redundante que la frase pueda significar. Es como una dimensión dentro de otra, mientras ambas se desdibujan constantemente sobre la marcha. Por tal motivo, estar con Anita poco tuvo que ver con el hecho en sí, pero con un cortometraje ilimitado por donde figuraron las mil y una imágenes de ella que uno cierta vez presenció con el correr de los años, en fotografías o material en video. Que es lo mismo que le podría haber sucedido a un adorador de la carrera de los Rolling Stones, porque es innegable que Anita Pallenberg simboliza un elemento fundamental de la iconografía central de la banda. Porque si no existe una cuota de peligro (lejos de cualquier posibilidad amenazante, sino respecto a la situación de tensión que el género debe esencialmente conservar), el rock no es rock. Y Brian y Anita fueron los progenitores del estilo de la banda desde esa coyuntura original en sus años formativos. El primero aportó la imagen original y la actitud estilística de casi todo lo que llegaría después, y la inquietante Anita, con su mirada penetrante y su porte natural original de bad girl, fue la cereza en la torta para un plato irresistible de uno de los menúes centrales en toda buena mesa.

Brian Jones, Anita y Keith Richards: el triángulo original
Por esa y mil razones más, a lo largo del almuerzo no logré quitar la mirada de su persona y ese halo inexplicable, mientras por mi mente desfilaban otros tantos millares de postales a los que uno asistió y que ahora se materializaban en la mesa de un restaurante. Aquellas de Anita junto a Keith en todas esas ocasiones que haría falta un archivo aparte para atesorar, Anita cortejando amorosamente a Mick en el film “Performance” (y la guerra de situaciones internas en la dupla Jagger/Richards que esa circunstancia produjo), Anita la “Gran Tirana” que controla la ciudad subterránea donde aterriza Jane Fonda en la película “Barbarella” (mientras el director Roger Vadim luchaba por manejar sus emociones comandando los roles de dos de las mujeres más bellas del planeta), o en otro de sus roles fílmicos, el del largometraje “A Degree of Murder”, cuya banda original de sonido a cargo de su ex Brian Jones continúa permaneciendo inédita. Preferí inclinarme al viejo arte de la observación, mientras por mi cabeza seguía cruzándose un sinfín de imágenes imposible de detener protagonizadas por la musa stoniana por excelencia, e “it girl” de cepa durante buena parte de los años 60 y 70 (eso que los diccionarios definen como la frase informal para referirse a la mujer bella y de estilo poseedora de sex appeal sin la necesidad de lucir su sexualidad), que a pesar del paso del tiempo y las arrugas no lograba evitar una sonrisa irresistible a la que alguna vez una revista de moda británica citó como “esa sonrisa de bruja”. O la chica que todos querían tener.

Anita en el film “Barbarella” (1968)
En este mediodía estival en el restaurante de un lujoso hotel de Buenos Aires estaba la mujer por cuyas venas circularon vastas correntadas de opiáceos, cuando ser un yonqui respondía exclusivamente a una decisión propia y no a una pose snob celebrada por los lentes de las cámaras. La del aporte definitivo a la concepción de la canción “Sympathy For The Devil”, en lo que determinara un año clave en la imaginería del grupo del cual muchos la consideraban “el sexto Stone”. “¿Es verdad que la idea de los ‘oohs, ooh, oohs’ de esa canción fueron idea tuya?”… Prefiero abstenerme de preguntárselo. Posiblemente no le interesara aclararme nada de eso, ni repasar viejas páginas de su historia, lo que decididamente dejó en claro cuando se me ocurrió sugerirle por qué no escribir una autobiografía alguna vez, y a lo que respondió “Porque no me acuerdo de nada”. Fue una manera rápida y concisa de explicar la verdadera historia detrás de la respuesta, que es la de su reticencia declarada a no hacerlo, previendo que cualquier editor posible sólo lo hubiera hecho con el mero interés de ofrecerle a los lectores historias de neto corte amarillista, las que seguramente hubieran vendido cantidades de copias, pero que a cambio hubieran pasado por alto otros capítulos que la hubieran definido más acertadamente. Tampoco fue necesario repasar su aporte fundamental a la mística de los Stones, entonces. Bastó y sobró con dejar que se expresara por sí misma, declarando su amor incondicional por la historia del grupo y que ahora, de grande, se preguntaba cada vez que presencia las escenas de fanatismo adonde los Stones se dirijan: “¿No se dan cuenta que ya son tipos grandes y que cuando vuelven de un concierto necesitan irse a dormir y descansar?” Esta vez fue ella quien me formuló una pregunta. “Seguramente”, respondí, “pero no creo que podamos hacer mucho al respecto”. Me devolvió una sonrisa, como las tantas otras que se dieron durante la charla, seguida de otra bocanada de humo artificial.
Tampoco faltarían sus comentarios sobre los días en Toronto de 1977, cuando fue detenida junto a Richards en el aeropuerto de la ciudad tras habérseles encontrado una buena cantidad de heroína, lo que casi le vale al guitarrista una temporada tan extensa en la cárcel como para haber puesto fin a la mismísima carrera de los Stones. Richards lograría la emisión de un nuevo visado que le permitió regresar a los Estados Unidos tiempo después, situación que a Anita, habitante de su esfera personal ante todo y sin contar con los mismas ventajas que la fama de un músico puede traer aparejadas, le valió al menos una década y media sin poder retornar a aquel país. “Fue el peor momento de mi vida”, nos confesaría, mientras ordenábamos otra botella de agua mineral. Más curioso aún fue cuando propuso abordar un repaso breve sobre la situación política argentina del momento, que entre cambios de gobierno y explicaciones en vano sobre la medida del “cepo” monetario de la administración anterior (y donde no faltó más de un “¿por qué?”), prefirió cambiar de tema para dejar en claro cuánto amaba a sus hijos y a sus nietos. El plan posterior al almuerzo iba a ser el que tenía previamente agendado, la invitación de Adam a que visite “Early Stones, by Michael Cooper”, la exhibición con fotografías de los Stones tomadas por su padre que Adam estaba llevando adelante por esos días en el espacio Ciudad Cultural Konex, a la que Anita había prometido visitar aquella tarde y de la cual iba a ser invitada ilustre para revisar en persona buena parte de su historia, enfrentándose a imágenes de las cual ella también formaba parte. Con solo un show más de los Stones pendiente a tener lugar al día siguiente, y dejando de sumarse al resto de la gira latinoamericana (“no la voy a seguir, después de aquí regreso a Jamaica”) abandonamos el recinto para emprender camino a la muestra de imágenes en blanco y negro en la que Adam, lleno de emoción, homenajeaba una vez más a su padre y al temprano mundillo Stone del que Pallenberg había sido pieza fundamental.

En la muestra del Konex junto a Silvia, esposa de Adam (Foto: Adam Cooper)
Antes de tomar el ascensor que nos iba a llevar a la planta baja del hotel barajé la chance de tomarme una fotografía con ella: “Anita, odio pedir fotos, pero me gustaría que nos tomemos una como recuerdo de lo que para mí fue gran momento”; “No, que no tengo puesto nada de maquillaje”, me contestó sinceramente, valiéndose de otra de sus sonrisas arquetípicas. Fue cuando deduje que, después de todo, y desafiando la lógica, al menos por esta vez las mil palabras iban a valer más que una imagen. Claro que mucho menos me esperaba que la jornada todavía me tuviera deparada un bonus inesperado. Fue cuando al llegar a la puerta principal de ingreso al Four Seasons, inmersos en una temperatura que para esa hora ya había superado los 35 grados reales, Adam nos pidió que lo esperemos un momento. El momento finalmente terminó extendiéndose por algo más de diez minutos, en los que Anita y yo nos quedamos a solas sentados en uno de los bancos de la entrada del hotel. Bajo un sol abrasador, me pidió que le consiga otra botella de agua mineral. Volví a estar sentado junto a ella en tiempo record, mientras sacaba un Camel de su cartera para saborearlo como si fuera el primer cigarrillo del día de todo fumador empedernido.

Con el director Volker Schlöndorff, durante la filmación de “A Degree of Murder” (1967)
Continué haciéndole preguntas, una tras otra, hasta que, en medio de la nube de humo que la hacía verse como en una postal de Nellcote de 1972, me disparó contundentemente: “¿Pensás seguir haciéndome preguntas todo el tiempo?”. “No sé de qué otra manera dirigirme”, le reconocí con todo el peso de la verdad, por lo que minutos después, cuando saque mi atado de Marlboro y le ofrecí uno diciendo “¿Querés un cigarrillo?”, evitando que suene a pregunta sin posibilidades de éxito (¿acaso había otra forma gramatical de hacerlo?), se rió histéricamente. “Me dijiste que te llamabas Marcelo y que tu familia paterna provenía de Italia, pero cuál es tu apellido?”. Ahora era ella la que preguntaba. “Sonaglioni, Marcelo Sonaglioni”, le apunté. “Y sabés qué, jamás pude saber el origen detrás de mi apellido y…” Me interrumpió. “¡Marcelo Sonaglioni!”, exclamó en perfecto italiano, con un tono de celebración como si hubiese estado anunciando mi nombre ante una audiencia. “Tu apellido tiene que ver con el nombre de una serpiente italiana”, me aseguró convencida, mientras yo disfrutaba de mi cigarrillo fumando a solas junto a Anita Pallenberg, la chica a la que su ex novio Keith Richards le había dedicado “You Got the Silver” tan deslumbrado como yo. Surgió la invitación para ir con ella y Adam al Konex, una nueva aventura a la que no pude sumarme para poder cumplir con el compromiso original que tenía para esa tarde. Anita me tomó del brazo y la acompañé hasta el auto. “¿No venís?”, me preguntó. “Desafortunadamente no puedo hacerlo ahora, pero espero verte nuevamente, y gracias por un almuerzo inolvidable”, atiné a decirle. Intercambiamos abrazos y besos, antes de que el taxi de Anita y Adam partiera rumbo a la exhibición fotográfica de papá Michael. El año pasado, con motivo de un viaje personal a Londres, había logrado tramitar una entrevista con Anita en la que esa vez seguramente no iban a faltar todas las preguntas que me hubiera gustado formularle el día del almuerzo, pero poco antes sufrió la rotura de una costilla, por lo que debió ser cancelada para una futura oportunidad que ahora, dado el rigor de los acontecimientos sucedidos, no podrá tener lugar.
EPÍLOGO. La noticia publicada primeramente por el diario italiano La Stampa el martes 13 de junio pasado cayó como un balde de agua helada. Si bien eran de conocimiento los diversos problemas de salud que venía enfrentando en los últimos años, el reloj biológico de Anita Pallenberg marcó que era la hora de cambiar de escena. Falleció rodeada de familiares en un hospital de Chichester, la ciudad británica al oeste de Sussex, muy cerca de su amada Redlands, donde vivió algunas de sus más recordadas páginas a la que ahora se agregó un último capítulo definitivo. Por esas vueltas del destino, días antes de la noticia de la muerte de Anita ya tenía pactado un encuentro con mi amigo Adam al día siguiente de lo sucedido. Cuando llegué al bar, Adam ya estaba esperándome. Se lo veía cabizbajo, notablemente conmovido, emocionado hasta las lágrimas. “Fue como perder a una madre, porque Anita fue como una madre sustituta para mi, ya sabés…” El motivo original del encuentro pasó a segundo plano, para terminar favoreciendo una charla dedicada exclusivamente a un ícono definitivo. “¿Leíste el mensaje de Keith en Facebook? ‘Una mujer notable. Siempre en mi corazón’”. El texto iba acompañado de una foto de Anita, invariablemente bella, que su padre Michael había plasmado. Adam tenía los ojos llenos de lágrimas. Terminamos relajándonos y sonriendo, como suele pasar en los velatorios, una distensión natural y necesaria que nos permite recordar a los seres que admiramos de manera más distendida, mientras no dejaba de mencionarle a mi estimado amigo todas las historias vividas aquel día del almuerzo junto a ella, cuando la vimos los dos por última vez, y del cual le estaré agradecido a Adam eternamente.
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